¿Merece la Academia Diplomática el nombre de “Augusto Ramírez Ocampo”?
“Las cualidades de mi diplomático ideal: verdad, exactitud,
La Diplomacia por Harold Nicolson
calma, paciencia, buen carácter, modestia y lealtad”.

La Ley de Honores a la Memoria del Doctor Augusto Ramírez Ocampo
La Ley 1629 del 27 de mayo de 2013 ordenó que la Academia Diplomática llevara el nombre de Augusto Ramírez Ocampo, dada su condición de diplomático, abogado, economista y catedrático, Canciller, Ministro de Estado, Constituyente, Representante personal del Secretario General de las NN.UU., funcionario internacional, académico, gran defensor de los derechos humanos y líder de la paz.
Tanto la doctrina y publicistas internacionales como la memoria histórica, sin embargo, no registran aportes sobresalientes de Ramírez en los campos de las relaciones y derecho internacionales, o en el arte de la negociación tan característico de la diplomacia. Es decir, su desiderátum en dos años como Ministro de Exteriores fue solo reconocido por algunos miembros del Congreso Nacional que aprobaron su Ley de Honores.
La asertividad del Canciller Ramírez fueron superados por sensibles hechos que opacaron su gestión y la imagen internacional colombiana. El primero, la destitución y el levantamiento de la inmunidad diplomática en 1984 del Segundo Secretario Gustavo Jácome de la Embajada de Colombia ante el Gobierno español. Un hecho que atrajo la atención judicial internacional. Jácome fue sobreseído luego por las autoridades españolas. El segundo, los luctuosos acontecimientos del Palacio de Justicia en noviembre de 1985, durante el Gobierno de Belisario Betancur, y el tercero, la renuncia a celebrar el campeonato mundial de futbol en 1986. Nunca antes, ni tampoco después, un país renunció a ser la sede de tan especial evento. Alfonso Senior, que había conseguido la sede, se lamentó: “Colombia es un país enano al que no le quedan bien las cosas grandes. Y la empresa de realizar el Mundial es un compromiso grande. Yo quería para Colombia algo de ese porte, y Colombia me falló”, dijo. Fue, sin duda, una oportunidad desaprovechada para minimizar la consuetudinaria imagen negativa del país.
Diplomáticos de la Libertad del siglo XIX
En 1981, durante la mudanza y regreso del Ministerio de Relaciones Exteriores al Palacio de San Carlos, su sede principal, me topé, cuando para entonces me desempeñaba como abogado en la Oficina Jurídica, con un prolífico libro intitulado Diplomáticos de la Libertad, cuyo autor es Alberto Miramón, impreso en 1956 por la Empresa Nacional de Publicaciones.
En su corto pero enriquecedor relato para la diplomacia nacional de entonces, Miramón evoca tres diplomáticos de nuestra libertad, todos ellos con recias personalidades: Manuel Torres, Ignacio Sánchez de Tejada y Pedro Gual que con sus actos llegaron a grandes resultados en favor de los intereses grancolombianos y neogranadinos. Recordemos que el desafío internacional de la Nueva Granada era alcanzar su estatus de nación independiente y el reconocimiento de destacados estados en ese siglo. Así que acá, en breves líneas, se describe el arduo trajinar de las delegaciones en ese proceso de emancipación de la Corona española.
Uno de ellos, Manuel Torres, sirvió a la causa de la independencia aun siendo español de nacimiento. En la Rebelión de los Comuneros que estalló en 1781 en la Nueva Granada, se consolidó como un hombre de ideas francamente subversivas frente a la Corona española. En 1819, Torres es nombrado Encargado de Negocios con la misión principal de obtener el reconocimiento de la independencia de la Gran Colombia por parte de los Estados Unidos de América. Tres años más tarde sería recibido por el Presidente James Monroe y su Secretario de Estado John Quincy Adams (el mismo que es interpretado en la recordada película Amistad por Anthony Hopkins), quien relata en su famoso diario la memorable escena de este acto de reconocimiento:
“A la 1 pm. presenté a Mr. Manuel Torres, como Encargado de Negocios de Colombia, al Presidente. Este acto fue principalmente interesante por ser el primer hecho formal del reconocimiento de un gobierno independiente de Suramérica. Torres, quien tenía tan poca vida que casi no podía caminar solo, estaba profundamente afectado. Habló de la gran importancia que este reconocimiento tiene para Colombia y de lo extraordinariamente grato que será para Bolívar. El presidente lo invitó a sentarse a su lado y le habló con amabilidad tal, que hizo derramar lágrimas a Torres. El presidente le aseguró el gran interés tomado por los Estados Unidos, por la felicidad y progreso de su país y de la especial satisfacción con que lo recibía como su primer representante. La audiencia, como de costumbre, fue de unos pocos minutos nada más, y al salir me dio Torres una copia impresa de la Constitución de Colombia.” [1]
De don Ignacio Sánchez Tejada recordemos que fue el hombre capaz de tender un puente entre la Colombia forjada por Santander y el agente ante la Santa Sede en Roma (hasta entonces dicha relación dominada por el embajador español). Su dramático viaje evidencia quizás la extraña suerte de ser, según Miramón, el más aventurero de nuestros primeros diplomáticos ante las profundas adversidades que tuvo para estrechar relaciones con el Vaticano, que no podían sustraerse a la tenaz oposición de las Cancillerías de España, Austria, y de la diplomacia de la Santa Alianza en el reconocimiento de la Independencia de la Gran Colombia.
El 26 de noviembre de 1835 Sánchez Tejada recibe la nota diplomática firmada por el Secretario de Estado de la Santa Sede, Cardenal Bernetti, mediante el cual se obtendría el reconocimiento de nuestra Independencia, y las prerrogativas como Encargado de Negocios de la Nueva Granada. Así lo describe Miramón en el logro de su servicio exterior:
“Poseía nuestro agente facultades tenidas generalmente por incompatibles: audacia y prudencia, terquedad y ductilidad, energía y adivinación. Su ejemplo es la demostración de lo mucho que puede en el servicio exterior una diligencia lúcida y pronta, una razón firme, una voluntad y un ánimo emprendedor. Apenas llegado a Roma había solicitado ser recibido por el Secretario de Estado de Su Santidad, solo pasado algún tiempo le fue concedida una entrevista: la acción de la diplomacia español, apoyada por Austria, habíase anticipado exigiendo al Sumo Pontífice que no lo recibiese.” [2]
Por último, Miramón referencia al político y diplomático don Pedro Gual, Canciller de la Secretaría de Relaciones Exteriores de Colombia – 1821 al 1826 en Bogotá-, cuyo despacho ejecutivo le fuese encomendado por el Libertador. Su aporte en el desarrollo de las ideas de integración y amistad panamericana es poco recordado en la memoria colectiva, pero la vigencia de su labor diplomática a inicios de la Constitución de Cúcuta de 1821 merece retratarse, pues enmarca el inicio de la vida institucional y republicana de Colombia. Sería don Pedro Gual quien, en calidad de representante ante el Congreso Anfictiónico de Panamá, presidiría la primera Asamblea Panamericana en 1826; la cual se reconoce como el origen mismo de la Unión Panamericana y posteriormente de la OEA. Sin entrar a precisar los logros de este encuentro, Miramón lo describe como un hito historiográfico:
“La Asamblea Americana (…) pautó reglas de conducta respecto a la guerra y la paz, y propuso principios liberales de Derecho Internacional Privado, especialmente cuanto a la ciudadanía. El que estos fines no fueran logrados es de poca importancia relativa. Mayor significación tiene el hecho de que el Congreso simbolice la presente unidad de las repúblicas americanas, y el haber sido la primera de una serie de conferencias en que los estadistas de América han tratado de perfeccionar aquella unidad.” [3]
Bajo el recuento breve de estas tres personalidades neogranadinas, el aporte de Alberto Miramón es parte de la novedad historiográfica en los últimos años para contribuir al estudio de la Independencia y la transición de la Colonia a la República de Colombia. El rigor y contexto de los historiadores con estos ilustres viajeros diplomáticos son prueba de esa sagacidad diplomática que alcanzarían nuestros primeros representantes en el exterior por posicionar las bases de la imagen de la incipiente nación colombiana.
Por y para qué sirve un nombre
La simbología de un nombre sirve para destacar los atributos, recursos y valores de una nación; de manera tal que conecta a los usuarios a identificar y rememorar su origen y aporte; no solo entre sus propios ciudadanos, sino en general de la comunidad internacional. Como activo intangible, es esta marca la que busca impulsar la reputación y atracción de un país.
Las academias diplomáticas, similar a como ocurre con frecuencia con las bibliotecas, hacen parte inherente de ese bien intangible y ocupan un lugar preciado en las instituciones y el legado que forjan los Estados para honrar a destacados personajes.
Este primer post -como le llaman- aparentemente podría tener el carácter de una etiqueta de sutileza diplomática pero apunta a abrir el debate, a propósito de los 200 años de la Cancillería, y reflexionar sobre aquellos colombianos destacados en la arena internacional con cualidades excelsas, consagrados al quehacer diplomático y, quien para que escribe, superan las credenciales y méritos del nombre de Augusto Ramírez Ocampo con el cual se honra su memoria, según la ley 1629 de 2013.
La marca de la Academia Diplomática de San Carlos podría influenciar, intelectual e institucionalmente, con el aval de un eximio colombiano con mayor acervo histórico, atracción y aporte en el campo de las relaciones internacionales, sumada a las cualidades que subraya el escritor inglés Harold Nicolson en su clásica obra La Diplomacia.
En el próximo post reflexionaré sobre destacados diplomáticos del siglo XX que igualmente cuentan con las credenciales y méritos en representar la marca de la Academia Diplomática, figuras que aun recorren los salones de estado del Palacio de San Carlos.
[1] Alberto Miramón, Diplomáticos de la Libertad. (1956, p. 27)
[2] Alfonso María Pinilla Cote, Del Vaticano a la Nueva Granada. (1988, p. XXVII)
[3] Alberto Miramón, Diplomáticos de la Libertad. (1956, p. 68)